
“Mes amis, il n’y a pas de mauvais hommes ou de mauvaises herbes, il y a juste de mauvais cultivateurs”
Aunque la película Les Misérables de Ladj Ly cierra con una cita de la novela de Victor Hugo, está muy lejos de ser una versión de esta última.
La producción que representa a Francia como Mejor Filme Internacional en los Óscar 2020 es un vivo y crudo retrato de la vida en las banlieues, en los circuitos extrarradios -en este caso, de París-. Retrato de esa vida que no tiene nada que ver que con la idealización escenográfica y comercial que suele tenerse de la-cosa-francesa.
Un policía de provincias -encarnado magistralmente por el grande Damien Bonnard– llega a la parisina Brigada Anticrimen para integrarse al dúo que conforman Chris (Alexis Manenti, quien también es coguionista de la cinta, junto con Ladj Ly) y Gwada (Djebril Zonga). Claramente menos ducho en el contexto que le tocará enfrentar, bien pronto aprenderá que todos en este submundo son miserables. Y para ello tendrá poco más de 24 horas.
Llama la atención la manera increíblemente inteligente en la que el realizador muestra la crudeza y la fuerza de las relaciones de tensión social que conviven en estas comunidades, tan ricas en recelos como en códigos culturales. Esto es, las tensiones que se dan entre franceses de origen africano, inmigrantes irregulares, musulmanes, gitanos. Y entre todos ellos y la policía.
Ly pudo haber elegido el camino común de la violencia explícita del tipo con mucha sangre y cabezas cortadas. Pero llega a administrarla tan casi poéticamente que opta por jugar adelante más con lo que se teme y adivina que con lo que se muestra. Incluso si esta elección resultó de la mera economía de recursos, igual está bárbaro.
Resalta lo mucho que esta propuesta recuerda al Spike Lee de ‘Do the Right Thing’ o al Matthieu Kassovitz de La Haine.
También, su cero ánimo escarmentador o aleccionador. Aunque de un lado el director consigue señalar que unos terminan siendo más culpables que otros; de otro nos grita en la cara que un poco todos -o casi todos- lo son.
Resulta profundamente conmovedor que sean justo los mismos chiquillos que al principio celebran el triunfo de Francia en el Mundial y, con él, el de sus ídolos futbolistas (sus pares en origen étnico) los que finalmente tomen la venganza en sus manos contra una Francia que los excluye y marginaliza.
Un manejo inteligente y quirúrgico de la tensión, unas actuaciones memorables, un guión sólido, una historia golpeadora. Un filme que merece mucho más que los reconocimientos que alcanzó hasta el momento.
Realista, desgarradora, dura, soberbia:
¡Bienvenidos/as sean todos/as a la Francia profunda!
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