
François Ozon nos recuerda la tragedia y lo absurdo de la guerra -en este caso, de la Primera Guerra Mundial- para mostrarnos lo único que importa en ellas: las gentes. Las que deben ejecutarla, vivirla, sufrirla.
Y para hacerlo, no construye un panfleto sino una hermosa obra melodramática y poética -a caballo entre Alemania y Francia, entre el resentimiento alemán y el resentimiento francés- que acaba por decirnos que el dolor, la pérdida y la culpa no tienen una sola patria: son universales.
Son tiempos de posguerra, de la que transcurrió entre 1914 y 1918. En una pequeña aldea alemana, Anna (Paula Beer) visita todos los días la tumba de su antiguo prometido, Frantz, muerto al frente en Francia. Así, hasta que un día ve a un hombre que llora frente al sepulcro de su amado. Se trata de Adrien (Pierre Niney), un joven exsoldado francés que resulta ser alguien que sabe mucho sobre Frantz. La presencia del chico en esta comunidad levantará costras aún no completamente secas y acabará por trastocar la vida de Anna.
Profunda e intensa, esta película francesa brinda una mirada íntima y cercana al universo de la guerra, por un lado, y al de los personajes de su relato, por otro: el exsoldado que carga una culpa más grande que la que puede soportar, los padres que apenas sobreviven al hijo que ya no está, la prometida que no se sobrepone a la pérdida.
También ofrece una mirada, ausente de acartonadas moralinas, a las mentiras necesarias. A la mentira como salvoconducto y paliativo.
Y todo esto bajo la fina costura de un melodrama moldeado con respeto y grandeza.
Una inteligente anécdota; un guión delicado; unas interpretaciones de lujo (Paula Beer merece todos los aplausos); planos, iluminación, fotografía poéticos (los sutiles cambios del blanco y negro al color resultan muy movedores) y una dirección plena de arte hacen de este filme uno de las más contundentes y prolijos en la filmografía de Ozon.
Quien tenga un mínimo de alma sensible, no podrá no salir convulsionado de esta experiencia de visionado.